lundi 20 septembre 2010

Sombra al borde con Leopoldo Marîa Panero.





Íbamos Leopoldo María, Julián de la Atlántida y yo por el barrio de Saint Aubin hablando sobre la decadencia de la esquizofrenia, deleitándonos con las putas africanas joviales en las aceras recién lloviznadas, saludándonos con gestos lamentables y chimuelos, cuando al otro lado del puente divisamos la sombra inconfundible de Andreu, esa sombra con algunos pincelazos agridulces, intempestivos pero cabronamente violentos, esa sombra que cuando uno se le queda viendo durante un tiempo relativamente prolongado se le viene a la memoria la imagen grumosa de un marinero varado en el ártico, de un pirata rengo, porque la silueta de los marineros antárticos a uno lo llena de escalofríos inmediatamente, y la de él es todo lo contrario, no contrario, pero difiere del frío nórtico.

El caso es que Julián con su bastón de caramelo, con el gancho de su bastón alcanzo a sujetar por el pellejo de la sombra al buen pintor Andreu, antes de tirarse rumbo al vacío, pero no a ese vacío poético, hermoso, sino al vacío de los beatos, de los cirqueros que sueltan el trapecio, y le tendí mi chaqueta italiana y le secamos las lágrimas con Kleenex olor a durazno y nos lo llevamos al bar Limbo a beber orujo para que los labios y las falanges no le temblasen más, cuando en eso llego Oliverio, Che, qué tenés boludo?, le dijo, dejate de boludeses que le vamos a reventar el orto con un barreno a la muy puta, y en eso se fueron los dos, esas dos sombras inseparables y ya no los volví a ver más, hasta que apareció en el periódico unas semanas después una esquela que nada tenía que ver con su muerte, pero que me anunció el peligro de sus marejadas.

Después se fue Julián todo borracho, y Leopoldo María y yo, como siempre, nos fuimos sin pagar la cuenta y caminamos por la Saint Exupery, nos quedamos recostados en la yerba junto a las vías escuchando el barbitúrico chirrido de los trenes, de las locomotoras extintas e imaginando que ellas cargaban con parvadas de esquizofrénicos cobardes, no como los de antes, capaces de arrojarse a la vías, de arrojarse al vacío fofo, a la nada, no al vacío poético, hermoso, cuyo magnetismo invita al narcisismo, al egocentrismo del poeta deplorable.

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