mercredi 8 septembre 2010

Entonces es mejor pactar como los gatos y los musgos.




Sucede siempre, justo a la ûltima pâgina de terminar con un libro, quê me lleno de fobia por el mundo, quê me apresa un pânico inquietante referido hacia la gravedad con que los anfibios se desplazan por los fangos, temiendo que justo en el ûltimo pârrafo, el techo se derrumbre como polvo y jamâs se conociese el final, como aquêl eyaculador que muere justo entre el orgasmo y el suenio y que estâ destinado a deambular por siempre en el limbo sempiterno del ansia, en efecto, en el flujo eterno de su lîbido.

Resulta tan romântica la idea de nunca conocer el final de la historia, por ejemplo, quê delirio ser aquêl que en el preciso instante de finar con un Libro de esos libros âcidos, digamos un libro de Fadanelli o de Sada, a un demonio se le ocurriera implosionar su aleteo sobre el mundo indefenso anteponiêndose al absurdo descenlace. De esta misma forma viene el pânico de bifurcar la lengua, cuando uno tiene aquella sensaciôn despuês de saberlo todo de la bendita decepciôn, la ponzoniosa desiluciôn. Por eso se dice, Volverse sabio para divertirse mâs, y mejor ser el iletrado del barrio, para relamerse al mundo sin cerciorarse de que un paso es una letra derramada.





Toulouse bien, lectura, mucha lectura, comienza a germinar el frijol en lodo, unos cuântos poemas dispersos referidos a aquel olor a manzano, las calles de Toulouse regalan cuadros majestuosos, exactos pero efîmeros,y cuando uno enfoca, cuando uno se dispone a petrificar esos dibujos, desaparecen. Da la sensaciôn de que es una ciudad para el invierno, de que los ârboles esperan el invierno para desistir del letargo profundo en el que yacen. Esperamos yo y mis huesos el frîo con impaciencia, la soledad da tregua, por lo pronto.

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