jeudi 4 novembre 2010

Compromiso de atrofiarse; hay lenguas que jamás debieron salir de casa.

Compromiso de atrofiarse; hay lenguas que jamás debieron salir de casa.


El joven de las gafas modelo piloto, compradas en la calle Obregón por treinta pesos, en este preciso plano, en un plano profundo, en un encuadre atropellado y de filtro ola medio marrón ola medio pardo, navega trastabillando por los pontos salvajes de una ciudad intempestiva, una ciudad de alta minusculidad y exasperación para los adictos a los ocasos como de ráfaga o cabellos negros y halados, abiertos a la contaminación y el trance urbano. El joven con sus gafas sedientas le dice a la chica Alemana que se cansa de la estabilidad de los libros de poesía, que se cansa de cazar metáforas al borde de un canal eterno, un canal burgués de soslayo que no conoce accidentes rimbombantes, le confiesa que se va en cuanto pueda a Lisboa por la mujer que soñó hace ya algunos meses, que lo esperaba en el puerto, con una balsa de madera, y quizá un amigo poeta en la calle de los Dorados, pobre, ebrio, como él, pero amigo al fin y al cabo, o una alucinación, una ventana al pasado iracundo de la inexistencia, y la chica Alemana le toca el hombro, incrusta su mirada en la ignominia de él le da un abrazo como una gata abraza a su hijo esquizofrénico y siguen caminando en la calma inquietante de esa ciudad vegetativa. El joven se ve así mismo en un cuadro obtuso, entre cuatro paredes, atorado, inconcluso, frustrado, silbando durante todas las aves, se exige movimiento, le exige a sus letras paralíticas y burdas un suspiro agónico , piensa: ¿Qué hace un pedazo de barco en un flujo desértico?

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